La guaca
Esteban Jesús Reyes Díaz
¿Sabes qué es una “guaca”?
Muchos enloquecieron buscando una. Otros se volvieron locos después de encontrarla. En ambos casos el fatídico suceso era atribuido a la maldición que sobre ellas cerníase debido a las circunstancias en que se producía el alumbramiento.
La comitiva, compuesta por el hacendado y tres negros esclavos de entera confianza, se adentra por lugares inhóspitos hasta encontrar una piedra o un árbol añejo que sirva de marcación duradera. Va armado el rico negrero con un mosquete, la tercerola recién adquirida, par de pistolas de dos cañones y similar número de proyectiles. A una señal de éste se detienen, al tiempo que una orden imperativa da inicio al trabajo en el oculto paraje: ¡Cavad!
Topos parecen abriendo las entrañas de la tierra, sin detenerse, hasta horadar un agujero donde cabrían varias tinajas de barro, más sólo dos tienen sus panzas llenas de oro, plata y alhajas de fina orfebrería. “¿Para qué un agujero tan grande si dará albergue a dos toneles solamente?”, -se preguntarían los acompañantes del amo soberbio y avaricioso.
Dos pistoletazos traen la respuesta envuelta en plomo. Dos cuerpos sin vida ruedan al interior de hueco. El tercero, tembloroso, suplica por la suya. ¡Enterradlos! - Es la disposición del dueño y el negro se apresta a cumplirla sin titubeos.
Concluida la lúgubre faena, con el barro bien aprisionado para que los cadáveres no osen salir a denunciar el horrendo crimen, se incorpora el infeliz, esperanzado en el perdón a cambio de su silencio. No alcanza a ver el fogonazo de la tercerola que lo fulmina como rayo salido de un Dios terrenal e implacable.
Insepulto queda el cuerpo del esclavo de mayor confianza. Las auras y perros jíbaros se encargarían de limpiar los huesos y esparcirlos por el monte sin dejar huellas del triple asesinato que asegura el escondrijo del abundante caudal.
La historia hasta aquí contada puede ser común a cientos o miles de tesoros enterrados en los más recónditos lugares, pero lo ocurrido en el siguiente relato se ajusta a la más estricta realidad, según me lo contó mi abuela poco antes de morir, ya centenaria. En ella se vio involucrado un “isleño” canario que había llegado a la zona de Manicaragua sin los documentos que legalizaran su permanencia en territorio cubano. Así me contó mi abuela:
“Pasó la yunta de bueyes abriendo el surco donde serían plantadas las posturas de “Pelo de Oro”, el mejor tabaco negro del mundo. La reja del arado criollo descubrió casualmente una canequita de barro, barnizada en ocre, de esas en que venían maltas, cervezas y diferentes líquidos.
Tres sembradores blancos, tan esclavos como los de la época de la colonia avanzaban encorvados por terreno fértil y limpio sembrando las pequeñas maticas. No se escondían de ojos indiscretos. De ser posible, lo harían del sol que, implacable, comenzaba a reverberar en el horizonte. El primero de la exigua hilera tomó la vasija, la observó cuidadosamente, extrañado… y se la tiró al jornalero que venía detrás.
—Mira, González -le dijo- cógete esta caneca que es una guaca.
La recogió el tal González y repitió la ordenanza, pasando la dichosa caneca de mano en mano, hasta las de Antonio Reyes, que así se llamaba el isleño de marras.
Desenvainó Antonio el machetín que siempre llevaba consigo atado a la cintura y con la punta golpeó ligeramente la barriga cilíndrica del depósito. El contenido se desparramó en el surco sin plantar. Estaba llena de monedas de oro, que brillaban en la mañana como un montón de soles dispersos ante los pies sin calzar. Sostuvo firme el cortante instrumento, se empinó como un pequeño gigante dispuesto a defender su minúsculo gran tesoro, y le dijo a los presuntos competidores:
—Que no se acerque nadie, esa guaca es mía.
Todos se quedaron lelos. Un capital incalculable había pasado por tres o cuatro manos y le tocaba al isleño todo aquel tesoro.
El dueño de la finca, que siempre estaba dándole vueltas al terreno para ver la siembra, pasó por allí y vio el molote de gente “jaraganeando”. Se paró en los estribos de la montura y les dijo a todos, bien alto, que esa guaca estaba en sus tierras, así que era de él.
—Además el que se la encontró es un isleño sin papeles y por eso no tiene derecho a nada, suelten todo y a trabajar, que si no los boto ahora mismo. Mira, Antonio -recalcó furioso y engreído-, hasta preso puedes ir si pretendes quedarte con ese dineral.
Antonio se interpuso entre el amo y su tesoro, más un pavoroso Colt 45, sin desenfundar, pero bien a la vista, puso fin a los reclamos.
Como ningún jornalero quería ser despedido pues no había otro empleo, y Antonio no tenía ningún deseo de ir a la cárcel, todos se pusieron a trabajar, mientras el dueño de la finca recogía “sus luises” y se largaba de lo más contento. ¡Iba a venir un isleñito a quitárselo, sin más ni más!
Cuando el dueño de la finca llegó al batey, le regaló a Antonio, para contentarlo, unas monedas de oro con las que el pobre mandó hacer una hebilla para el cinto. Fue rico por un minuto y desgraciado el resto de la vida. Para amarrarse los pantalones domingueros le sirvió la guaca.
De todas formas sufrió la maldición de la guaca; no tuvo familia, no regresó a Canarias y murió en la mayor soledad y miseria.
Tema: La guaca
No se encontraron comentarios.